Cuentober 2020, día 22

El guardián en el pantano

Mientras corría entre fango y hierbas no lograba sacarse de la cabeza esa risa, y su solo recuerdo le helaba la sangre.

Será un trabajo fácil, le habían dicho. Ve a esta dirección, recoge los cuerpos, y tíralos en la parte más honda del pantano. El problema era que debía usar su auto, y para acercarse lo suficiente al lugar era mejor tener una 4x4, o al menos algo con doble tracción, pues las marismas del humedal eran traicioneras, sobre todo en esta época del año, pero su jefe se rió cuando sugirió que le consiguieran una.

"Seguro te las arreglarás", le había dicho mientras le daba una palmada en el hombro.

Avergonzado, no dijo una palabra más y decidió llevar su auto. ¿Qué era lo peor que podía pasar?

Quedarte atorado, idiota, eso era lo peor que podía pasar. Su auto se había atascado a unos cincuenta metros de donde esperaba llegar, y jamás podría sacarlo de ahí sin ayuda. Detestaba hacer esta clase de trabajos solo, sobre todo de noche, pero sabía que era parte de su castigo por lo ocurrido la semana anterior.

Lo peor fue que, al no tener con quien hablar, durante todo el trayecto no dejó de pensar en las historias que su abuelo solía contarle cuando era niño.

Recordó en especial una leyenda según la cual el pantano tenía un guardián, un espíritu animal al que los antiguos encomendaron mantener la santidad del paraje. Decían que la ciénega se usaba para hacer sacrificios, y que ahí se podía comulgar con los viejos dioses. 

Aunque de pequeño esas historias lo asustaban, nunca pensó que hubiera algo de cierto en ellas. Al menos hasta esta noche.

Había acarreado un cuerpo hasta la ciénaga y volvió al auto por el segundo. Mientras recuperaba el aliento escuchó algo, y al usar su linterna lo vio.

Sentado a unos diez metros de él, como esperando algo, estaba el gato más grande que había visto en su vida. De inmediato pensó en el gato gordo con la enorme sonrisa de aquella tonta película infantil, y estuvo tentado a intentar hablar con él. Pero cuando el animal abrió la boca, sus fauces llenas de grandes y afilados dientes lo hicieron pensar en muchas cosas, pero no en una sonrisa.

Antes de que pudiera reponerse, el animal emitió una risa, un sonido que uno no espera escuchar de una bestia, pero que tampoco podía describir como un sonido humano. En cuanto sus piernas le respondieron, echó a correr sin mirar atrás.

Su auto y el cadaver podían comprometerlo, pero ahora eso no le importaba, debía salir de ahí.

Tropezó en un par de ocasiones, así que estaba sucio y empapado, pero sólo pensaba en salir del pantano. Sentía un fuerte dolor en la boca del estómago y lo único que escuchaba era el retumbar de su corazón. No recordaba la última vez que había tenido que correr para algo.

Alzó la vista y distinguió luces a la distancia. La carretera no estaba lejos. Por un momento se sintió casi a salvo, pero entonces los vio. Un par de brillantes ojos en medio de las tinieblas. Ojos que no eran humanos y lo miraban fijamente a una distancia que no podía determinar.

Poco a poco, debajo de los ojos, empezó a dibujarse una sonrisa, cada vez más amplia, la cual fue perdiendo forma al revelar sus afilados colmillos. El estridente grito del hombre se perdió en la desierta quietud del pantano, lejos de cualquier oído humano.

🄯 2020 Alberto Calvo Cuéllar
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